Buscando a Fito Páez en Rosario

Fito Páez. Buenos Aires, 1983. Cortesía: Eduardo Grossman

Estoy convencida de que a las exparejas se las debe recordar con gratitud; no por el amor ni el desamor sino por el aprendizaje. Uno de mis ex novios no logró que lo ame eternamente, pero me enseñó a amar a Fito Páez de manera irreversible.

Un encuentro de salud fue organizado en días anteriores por la Red en la que trabajo. Por esos hechos oportunos y bellos de la vida se desarrolló en Rosario, Argentina, y yo, haciendo honor a mi doloroso adjetivo de «groupie» –como muchos me han llamado– decidí visitar la casa natal del buen Rodolfo en Rosario, sin saber que el intento acabaría en causalidades inesperadas.

Era sábado y el único chance de conocer un poco la ciudad antes de mi regreso a Ecuador. Amigos y compañeros de viaje me secundaron para recorrer la larga calle Balcarce, en la búsqueda de la casa o el lugar donde habría sido el hogar del músico. Pero todo se volvió vano cuando notamos que a falta de un número preciso y de información fidedigna, esto sería difícil. Obligué a mis acompañantes a «abortar la misión» al ver sus caras de odio cuando anuncié que seguiría buscando.

Me quedé sola, pero acompañada de una curiosidad sin sentido que me hacía sentir entre contenta y pendeja. Mientras subía y bajaba Balcarce, me asomé a una ventana en la que tres locutores radiales estaban al aire y ante la negativa de la guardia para poder ingresar a la cabina, les escribí en un papel: «¿Conocen la casa natal de Fito Páez?», a lo que me respondieron en otro papel: «¡Balcarce al 500!». Aquello me sonó al nombre de la calle y a un tipo de porcentaje. No entendí nada. La locutora, con señas me indicó que la esperara unos minutos. Salió y me explicó con poca seguridad que, la casa podría estar en «la cuadra de los números 500», unas tres cuadras más abajo de donde me encontraba. 

Caminando las tres cuadras, llena de adrenalina empecé a preguntar a cada pobre ser humano que se me atravesaba. Unos con risas, otros con sorpresa y amabilidad, me respondieron. Lo triste fue que muchos mostraron duda en su punto de referencia y me tuvieron con los pies hartos en medio de un ir y venir que de a poco, me animaba a regresar al hotel a preparar el equipaje.

Pero la antepenúltima víctima, un frutero de unos 60 y pico de años, me dio la referencia más exacta y sobre todo, espontánea. Allí estaba, en «Balcarce al 600», parada frente a dos posibilidades. Una señora con cigarrillo en mano me preguntó si buscaba alguna dirección. Le respondí casi agotando el último esfuerzo. «Y sí, es una de estas dos, pero la casa en realidad, hasta donde tengo entendido, fue demolida porque ya estaba muy vieja. Acá vivía él con sus tías, de eso estoy segura», contestó.

Me temía tanto aquello de la demolición que me quedé contemplando el ahora edificio de Balcarce 681, donde al parecer, funciona algún tipo de organización o negocio que en ese momento no prestaba atención al público. Crucé la calle y miré con nostalgia el lugar donde mi querido Fito se había criado, la casa demolida «del chico que jugaba a la pelota, del 49585», imaginando la Gibson Les Paul pegada en una de las paredes. Me quedé mirando y creyendo en las veces que él habría hecho lo mismo: contemplar su casa, para entender el porqué escribió visceralmente «Ciudad de Pobres Corazones» reviviendo los recuerdos de su abuela, su tía abuela y Fermina, asesinadas nefastamente en los 80s, en ese mismo espacio.

Una mujer se acercaba desde la esquina y yo, jugando a la periodista decidí verificar por última vez la información:
–Hola, disculpa, ¿sabes si esta es la casa natal de Fito Páez?
–Hola, no sabría decirte, cariño. Pero estás en la calle correcta porque acá nació y creció. ¿Te gusta mucho Fito?
–Sí, lo adoro.
–Ah bueno, no es algo que uno va presumiendo por todas partes, porque no hay la necesidad, pero yo soy la tía de Gastón Baremberg, su baterista.

Mi risa nerviosa fue instantánea y Silvia Baremberg se conmovió, no sé si con mi emoción o con mi recorrido de hora y media. Me invitó a caminar y conocer un poco más de Rosario. Acepté antes de que terminara la frase.

La ciudad dejó de sentirse fría con la calidez de Silvia. Como infidencia, contó que alguna vez, Fito botó a Gastón de la banda y tiempo después lo llamó, se disculpó y le pidió que vuelva. «Gastón cuenta que es muy malhumorado y exigente con sus músicos. Acá Fito no es tan importante. Sabés, deberías visitar la casa del Che, más bien», me dijo entre risas.

«Pero Fito la pasó mal. Vos sabés, con una tragedia de ese tamaño, cualquiera. Quizá esa es la razón de su temperamento y esa personalidad arrolladora de la que todos hablan», aseguró esta vez con mucha seriedad.

Luego de una linda y prolongada charla, muy amablemente, Silvia me acompañó hasta el lobby del hotel en el que me hospedaba. Anotó su número de teléfono en un pequeño trozo de papel, nos abrazamos y se fue.

Descansé por varios minutos en uno de los sofás, mientras muchas canciones del rosarino se me venían a la cabeza. Pensé en que nunca había comprendido tanto sus temas, luego de conocer su ciudad natal. Por ejemplo, en mis siete días de estadía caminé por la calle Corrientes, cuya homónima en Buenos Aires se menciona en «11 y 6» con un contexto urbano casi perfecto, descrito más allá del romance carnal. «Al lado del camino» jamás tuvo tanto sentido después de la charla con la tía de Gastón: «Los odios, el amor, los escenarios, el hambre, el frío, el crimen, el dinero y mis diez tías, me hicieron este hombre enreverado».

El divo del rock argentino, un rebelde con causa, tan lejano de Charly García y tan cercano al mismo tiempo. El chico miope de rulitos, criado rodeado de mujeres, de música clásica, de la exquisitez del cine, del lenguaje en formato difícilculto-elegante, de romances intensos con tantas ellas y con su piano. Porque es sano para el fan, entender la vida del músico y creerlo un transgresor a través del arte, sin dejar de visualizarlo como ser humano a la final y no como superhéroe o cualquier tipo de dios.

El regreso de Rosario a Buenos Aires fue intenso porque creé un escenario necesario para que así lo fuera. Escogí la ventana del transfer desde donde el cielo no dejaba de brillar, repleto de estrellas. Ordené a los audífonos que me regalen «Brillante sobre el mic» y volví a creer en los espacios correctos, en las personas imperfectas, en que una vez más, la música me estaba salvando la vida. 


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